La percepción de lo sagrado
Zion, 8 de Mayo del 2012
Esto es lo que dice el profeta en:
La
Percepción de lo Sagrado
"Nos vestimos formalmente para asistir a la iglesia y a
otras ocasiones sagradas no porque seamos importantes sino porque la ocasión es
importante.:
A sense of
the sacred
http://www.lds.org/new-era/2006/06/a-sense-of-the-sacred?lang=eng
La percepción de lo sagrado
Élder
D. Todd Christofferson
De
la Presidencia de los Setenta
Charla
fogonera del SEI para los jóvenes adultos
7 de noviembre de 2004
Universidad Brigham Young
7 de noviembre de 2004
Universidad Brigham Young
He
titulado mi mensaje “La percepción de lo sagrado” en alusión al aprecio y a la
reverencia por las cosas sagradas. Hablando de la sociedad en general, me temo
que muchos de mi generación no hemos sabido transmitir a la suya el sentimiento
por lo sagrado y la comprensión de cómo respetarlo.
En
la medida de lo posible, espero contrarrestar algunos de los malos ejemplos tan
evidentes que les rodean y ayudarles a refinar su capacidad para discernir lo
que es sagrado y reaccionar con reverencia ante lo que es santo.
La
importancia de la percepción de lo sagrado es bien sencilla: si la persona no
aprecia las cosas sagradas, las perderá. Sin un sentimiento de reverencia,
tenderá a una actitud cada vez más despreocupada y a una conducta más laxa,
alejándose de las amarras que le proporcionan los convenios concertados con
Dios. El sentimiento de responsabilidad de esa persona ante Dios disminuirá
para luego olvidarse. A partir de entonces, sólo se preocupará de su propia
comodidad y de satisfacer sus apetitos desenfrenados. Por último, despreciará
las cosas sagradas, incluso a Dios, para terminar por despreciarse a sí misma.
Por
otro lado, gracias a la percepción de lo sagrado, la persona progresa en
entendimiento y en verdad; el Espíritu Santo se torna su compañero frecuente y,
luego, constante; estará cada vez más en lugares santos y se le confiarán cosas
sagradas. En contraste con lo que sucede con la indiferencia y la
desesperación, su resultado final es la vida eterna.
Paradójicamente,
mucho de lo que deseo transmitirles no se puede pasar literalmente de una
persona a otra. Debe crecer en el interior del ser humano. Si logro ayudarles a
reflexionar en algunas cosas, entonces el Espíritu podrá actuar en ustedes para
que ya no me necesiten a mí ni a nadie más para decirles lo que es sagrado o
cómo deben reaccionar: lo sentirán por ustedes mismos. Llegará a formar parte
de su naturaleza; de hecho, ya es así en gran medida.
En
ocasiones, cuando se intenta entender un concepto, sirve de ayuda considerar su
lado opuesto. El contraste lo hace patente. Por lo tanto, al tratar de entender
mejor el significado de apreciar y reverenciar las cosas sagradas, consideremos
algunos ejemplos de la percepción de lo sagrado y de su ausencia.
1. Los profetas y las Escrituras
Consideremos
primero el asunto de los profetas y de las Escrituras. A veces observamos a
nuestro alrededor, e incluso en nosotros mismos, la tendencia a tratar
ligeramente a los mensajeros de Dios y sus mensajes. Eso no es algo nuevo.
Desde Adán, muchos son los que han hecho caso omiso, y hasta atacado, a los que
el Señor ha enviado en Su nombre. Jesús describió esto en una parábola:
“Hubo
un hombre, padre de familia, el cual plantó una viña, la cercó de vallado, cavó
en ella un lagar, edificó una torre, y la arrendó a unos labradores, y se fue
lejos”.
Ustedes
ya entienden la analogía: el Señor creó una viña para nosotros, esta tierra, y
somos Sus labradores en una esfera terrenal alejada de Su presencia.
“Y
cuando se acercó el tiempo de los frutos, envió sus siervos a los labradores,
para que recibiesen sus frutos”.
En
otras palabras, Dios envía Sus profetas y otros mensajeros para enseñarnos y
recibir un informe de nuestra mayordomía.
“Mas
los labradores, tomando a los siervos, a uno golpearon, a otro mataron, y a
otro apedrearon.
“Envió
de nuevo otros siervos, más que los primeros; e hicieron con ellos de la misma
manera.
“Finalmente
les envió su hijo, diciendo: Tendrán respeto a mi hijo.
“Mas
los labradores, cuando vieron al hijo, dijeron entre sí: Este es el heredero;
venid, matémosle, y apoderémonos de su heredad” (Mateo 21:33–38).
El
peor de los sacrilegios lo constituyó el que Jesucristo mismo, el Hijo de Dios,
fuera rechazado y hasta muerto. Y así sigue siendo. En muchas partes del mundo
vemos un rechazo cada vez mayor al Hijo de Dios. Se cuestiona Su divinidad, Su
Evangelio es tildado de irrelevante, Sus enseñanzas se pasan por alto en la
vida cotidiana. Los que legítimamente hablan en Su nombre hallan poco respeto
en la sociedad secular.
Si
no prestamos oídos al Señor ni a Sus siervos, bien podríamos denominarnos
ateos, puesto que el resultado final es prácticamente el mismo. Se corresponde
con la descripción que Mormón considera habitual tras largos periodos de paz y
prosperidad: “...es la ocasión en que endurecen sus corazones, y se olvidan del
Señor su Dios, y huellan con los pies al Santo” (Helamán 12:2). Por lo que
debemos preguntarnos: ¿reverenciamos nosotros al Santo y a los que Él ha enviado?
Años
antes de ser llamado apóstol, el élder Robert D. Hales relató una experiencia
que manifestó la percepción que su padre tenía de ese santo llamamiento. El
élder Hales dijo:
“Años
atrás, mi padre, con más de 80 años, aguardaba la visita de un miembro del
Quórum de los Doce Apóstoles un nevoso día de invierno. Mi padre, que era
pintor, había hecho un cuadro de la casa del apóstol. En vez de que se le
enviara el cuadro, ese amable apóstol deseaba ir a recogerlo en persona y darle
las gracias a mi padre. Conocedor de que a mi padre le preocuparía que todo
estuviera listo para la visita, decidí pasar por su casa. Debido a la copiosa
nevada, los quitanieves habían acumulado una gran cantidad de nieve ante la
puerta de la casa. Mi padre había limpiado los pasos de entrada y se estaba
afanando por retirar la nieve. Regresó a casa exhausto y dolorido. Al llegar
yo, tenía dolores cardiacos causados por el exceso de ejercicio y la ansiedad.
Mi primer pensamiento fue advertirle de sus imprudentes esfuerzos físicos.
¿Acaso desconocía cuál sería el resultado de su trabajo?
“
‘Robert’, me dijo con voz entrecortada, ‘¿eres consciente de que un apóstol del
Señor Jesucristo está camino de mi casa? Los senderos deben estar limpios. No
tiene por qué atravesar toda esa nieve’. Entonces levantó la mano y me dijo:
‘Robert, jamás olvides ni dejes de valorar el privilegio que es el conocer a
los apóstoles del Señor y servir con ellos” (Robert D. Hales, en Conference Report, abril
de 1992, pág. 89; o Ensign,
mayo de 1992, pág. 64).
No
es casualidad que un padre así tuviera la bendición de que uno de sus hijos
sirviese como apóstol.
Tal
vez se pregunten: “¿Considero sagrado el llamamiento de los profetas y los
apóstoles? ¿Me tomo su consejo en serio o a la ligera?”. El presidente Gordon
B. Hinckley, por ejemplo, nos ha aconsejado adquirir estudios y formación
laboral; evitar la pornografía como si de una plaga se tratase; respetar a la
mujer; erradicar las deudas generadas por el consumo; ser agradecidos,
inteligentes, limpios, verídicos, humildes y aferrarnos a la oración; y que
demos lo mejor de nosotros mismos.
¿Son
sus hechos una muestra de sus deseos por conocer y hacer lo que el profeta nos
enseña? ¿Estudian activamente sus palabras y las de las demás Autoridades
Generales? ¿Tienen hambre y sed de eso? Si es así, es que perciben lo sagrado
del llamamiento de los profetas como testigos y mensajeros del Hijo de Dios.
Un
aspecto importante del oficio profético en todas las generaciones ha sido el
registro de la historia y de la palabra de Dios. Las Escrituras son sagradas.
Cuando Alma entregó las planchas de Nefi y otros registros a Helamán, le
advirtió: “...recuerda, hijo mío, que Dios te ha confiado estas cosas que son sagradas, que él ha conservado
sagradas...
“...asegúrate
de cuidar estas cosas sagradas;
sí, asegúrate de acudir a Dios para que vivas” (Alma 37:14, 47; cursiva
agregada).
Tenemos
en nuestras manos un importante volumen de Escrituras, registros que datan
desde los primeros patriarcas y que llegan hasta nuestros días. Supongo que
tenemos más Escrituras de las que haya tenido cualquier otro pueblo, y sin duda
alguna son más accesibles que lo que lo fue cualquier Escritura en el pasado.
Estoy convencido de que si ustedes o yo tuviéramos en las manos los rollos
originales en los que escribió Moisés, o las planchas de metal grabadas por
Mormón, experimentaríamos un profundo sentimiento de reverencia y de asombro, y
trataríamos dichos objetos con gran cuidado. Así debiera ser, porque son objetos
sagrados gracias en parte a la labor y al sacrificio de los santos profetas que
con tanto esfuerzo los prepararon.
Pero
el mayor valor de esos objetos no reside en sí mismos, sino en las palabras que
contienen. Son sagrados porque son las palabras de Dios, y aunque no tengamos
los documentos originales, tenemos las palabras. Por consiguiente, lo que
tenemos es santo: las Santas Escrituras.
Habiéndosenos
permitido poseer el registro de la palabra de Dios, deberíamos preguntarnos si
estamos respetando su naturaleza sagrada. Hay quienes han profanado el carácter
sagrado de las Escrituras al ridiculizarlas o negar su validez. Obviamente,
esto es un asunto muy serio.
Para
la mayoría de nosotros, que reconocemos la veracidad de los Libros Canónicos,
si alguna vez somos culpables de faltarle al respeto a la naturaleza sagrada de
las Escrituras, es por negligencia. Diariamente debemos evitar el riesgo de
tratar con ligereza, o incluso de pasar por alto, la palabra sagrada. En 1832
el Señor reprendió a los élderes:
“Y
en ocasiones pasadas vuestras mentes se han ofuscado a causa de la
incredulidad, y por haber
tratado ligeramente las cosas que habéis recibido,
“y
esta incredulidad y vanidad han traído la condenación sobre toda la iglesia...
“y
permanecerán bajo esta condenación hasta que se arrepientan y recuerden el
nuevo convenio, a saber, el Libro de Mormón y los mandamientos anteriores que
les he dado, no sólo de hablar, sino de obrar de acuerdo con lo que he escrito”
(D. y C. 84:54–55, 57; cursiva agregada).
La
percepción de lo sagrado comprende el aprecio, e incluso el amor, por las
Escrituras. La percepción de lo sagrado nos conduce a deleitarnos en las
palabras de Cristo (véase 2 Nefi 31:20; 32:3), lo cual contribuye a agrandar
nuestra reverencia por ellas.
2. El cuerpo: el templo de Dios
Ahora
otro ejemplo: la naturaleza sagrada del cuerpo físico. Así como Dios y Cristo
se merecen nuestra reverencia, también Sus obras se merecen nuestro respeto y
reverencia. Ello, desde luego, incluye la prodigiosa creación que es la tierra.
No obstante, a pesar de lo maravillosa que es, no es la mayor de las creaciones
de Dios. Mucho mayor es la maravilla del cuerpo físico, creado a semejanza de
la persona de Dios, y que es vital para nuestra experiencia terrena y clave para
nuestra gloria sempiterna.
He
tenido la bendición de estar presente en el nacimiento de cada uno de mis cinco
hijos. Cada vez me ha parecido una experiencia sagrada. Era evidente que estaba
ante un hecho milagroso y divino. Me parece oír a mi esposa que me dice: “Qué
fácil es decirlo. No eras tú el que tenía los dolores”. Ciertamente, el
nacimiento está bien acompañado de lo que se podría denominar “una verdadera
experiencia terrenal”. Admito ante todas las madres que no he tenido que
padecer su dolor y que no finjo entenderlo.
Pero,
hablando en serio, ¿acaso el padecimiento de una mujer durante la creación de
un cuerpo físico no contribuye a la santidad de dicha creación y de dicha
mujer? Su sacrificio contribuye a santificar algo que ya era santo.
Algunos
han supuesto erróneamente que no responden ante nadie por su cuerpo. Sin
embargo, se nos dice claramente que seremos responsables ante Dios. “¿O
ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en
vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros?
“Porque
habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y
en vuestro espíritu, los cuales son de Dios” (1 Corintios 6:19–20).
“Si
alguno destruyere el templo de Dios, Dios le destruirá a él; porque el templo
de Dios, el cual sois vosotros, santo es” (1 Corintios 3:17); “...os ruego por
las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo,
santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional” (Romanos 12:1).
¿Cómo
debemos preservar la santidad de la más importante y sagrada de las creaciones
de Dios? Como mínimo, en modo alguno debemos profanar nuestro cuerpo. Seré más
específico: si poseemos la percepción de lo sagrado, no desfiguraremos nuestro
cuerpo con tatuajes ni con perforaciones [o piercings].
Algunos se extrañan de que el Presidente de la Iglesia haya tomado cartas en
este asunto. Les sorprende lo directo y lo concreto de sus palabras al respecto
cuando declaró:
“Un
tatuaje es graffiti en el templo del cuerpo.
“Por
el estilo es el perforarse el cuerpo para colgarse múltiples aretes en las
orejas, en la nariz e incluso en la lengua. ¿Es posible que consideren que eso
es bonito? Es una fantasía pasajera, cuyos efectos son permanentes... La
Primera Presidencia y el Quórum de los Doce hemos declarado que nos oponemos a
los tatuajes y también ‘a las perforaciones del cuerpo que no sean para fines
médicos’. No obstante, no hemos adoptado ninguna postura con respecto ‘a las
perforaciones mínimas que se hacen las mujeres en las orejas para usar un par
de aretes’... un par” (Gordon B. Hinckley, en Conference
Report, octubre de 2000, págs. 70–71; o Ensign, noviembre de 2000,
pág. 52).
¿Por
qué el profeta de Dios iba a hablar de cosas que fueran insignificantes? Porque
no lo son. Profanar o desfigurar la creación de Dios, Su templo, constituye una
burla de lo que es sagrado. Sólo los que han perdido la percepción de lo
sagrado pueden considerarlo insignificante. No lo hagan.
La
ropa inmodesta también empaña la naturaleza sagrada del cuerpo humano. Se ha
echado mano de muchas excusas para justificar la moda inmodesta y la
pornografía. Algunos han defendido con denuedo que no se puede legislar para
evitar esta expresión, y argumentan que no puede ser malo cuando no hay ley que
lo prohíba.
Hace
poco se desempolvó una vieja justificación que se utilizó para defender el que
los atletas olímpicos posaran desnudos para revistas pornográficas. Un editor
manifestó: “Estas mujeres... tienen unos cuerpos estupendos y se les presenta
la oportunidad de exhibirlos” (en Steve McKee, “An Olympic Pose Isn’t What It
Used to Be”, Wall Street
Journal, 18 de agosto de 2004, A8). Lo que en realidad estaba
diciendo es: “Me merezco ganar un dinero a cuenta de unos cuerpos tan
estupendos”.
Cualesquiera
que sean las justificaciones, verán que el verdadero motivo implícito bajo la
inmodestia es el deseo que tiene alguien de beneficiarse de la excitación
sexual de otras personas, el ansia irrefrenable de dinero. El cuerpo es templo
de Dios y tanto la pornografía como los atuendos reveladores son una muestra de
que los cambistas vuelven a profanar el templo.
Podría
referirme a la Palabra de Sabiduría y a un buen número de otras cosas, pero de
todo lo que se podría citar como vil para el cuerpo, el acto de irreverencia
más dañino, más destructivo y más penoso es el de la inmoralidad sexual, y el
de su pariente, el abuso sexual.
Me
resulta imposible concebir una profanación más grave de la creación de Dios que
el profanar su uso más sagrado. Dicho con sencillez: no deben hacer nada de ese
tipo. No se arriesguen ni siquiera a caminar por el borde. “Huid de la
fornicación... el que fornica, contra su propio cuerpo peca” (1 Corintios
6:18). “Huye también de las pasiones juveniles” (2 Timoteo 2:22). “Acercaos a
Dios, y él se acercará a vosotros” (Santiago 4:8). “[Presentad] vuestros
cuerpos en sacrificio vivo... a Dios” (véase Romanos 12:1).
3. Lugares y momentos sagrados
Consideremos
por un instante el asunto de los lugares y los momentos sagrados. Hablando por
medio del profeta Ezequiel, el Señor criticó a los sacerdotes de Israel por no
haber enseñado el respeto por la naturaleza sagrada de ciertas actividades y
lugares:
“Sus
sacerdotes violaron mi ley, y contaminaron mis santuarios; entre lo santo y lo
profano no hicieron diferencia, ni distinguieron entre inmundo y limpio; y de
mis días de reposo apartaron sus ojos, y yo he sido profanado en medio de
ellos” (Ezequiel 22:26).
Gran
parte de las palabras del Señor aludían al templo y al día de reposo. Nosotros
consideramos que nuestros templos y centros de reuniones, dedicados al Señor,
son lugares sagrados. En cada templo se hallan, a modo de recordatorio solemne,
las palabras Santidad al
Señor. La casa del Señor. La percepción de lo sagrado debiera
conducirnos a obrar y hablar con reverencia en el interior y en los alrededores
de estos edificios, y a vestirnos de cierta forma cuando estamos allí.
Hemos
dicho que la ropa inmodesta constituye una deshonra para el cuerpo, la creación
más sagrada de Dios. Ahora me refiero a la ropa y a la apariencia inmodesta,
informal o desaliñada que en determinados momentos y lugares constituye una
burla para lo sagrado de la ocasión o del lugar en sí mismo.
Permítanme
poner un ejemplo. Hace algún tiempo, una jovencita de otro estado vino a pasar
unas semanas con sus familiares de Salt Lake City. El primer domingo acudió a
la Iglesia vestida con una sencilla y hermosa blusa, con falda hasta la rodilla
y un suéter liviano. Llevaba medias de mujer y zapatos de vestir; asimismo
lucía un peinado sencillo pero cuidado. Su apariencia transmitía una impresión
de gracia juvenil.
Lamentablemente
no tardó en sentirse fuera de lugar. Las restantes jovencitas de su edad
llevaban faldas informales, algunas muy por encima de las rodillas, camisetas
muy ajustadas que a duras penas alcanzaban la cintura de las faldas (otras ni
eso), sin calcetines ni medias, y zapatos deportivos o chanclas.
Cualquiera
hubiese esperado que, al ver a la chica nueva, las demás se hubieran dado
cuenta de lo inapropiado de su vestimenta para una capilla y para el día de
reposo, y que de inmediato hubiesen cambiado para bien. Es triste decir que no
fue así. Fue la chica nueva la que, a fin de encajar, adoptó la moda (si se le
puede llamar así) del barrio al que asistió.
Me
turba observar que esta tendencia en aumento no se limita a las jovencitas,
sino que se extiende por igual entre mujeres de edad, hombres y jovencitos.
Años atrás, mi barrio de Tennessee hacía uso de una escuela de secundaria para
celebrar los servicios de adoración dominical mientras se procedía a reparar
nuestra capilla, dañada por un tornado. Otra iglesia empleaba las mismas
instalaciones para sus servicios de adoración mientras se construía su nueva
capilla.
Me
sorprendió observar la vestimenta que aquellas personas usaban para ir a sus
reuniones. Los hombres no llevaban traje ni corbata; parecía que acababan de
llegar del campo de golf. Costaba ver a una mujer con vestido o cualquier otra
cosa que no fueran pantalones informales o pantalones cortos. De no haber
sabido que acudían a aquel centro para asistir a sus reuniones religiosas,
habría dado por hecho que se estaba celebrando algún tipo de actividad
deportiva.
La
vestimenta de los miembros de nuestro barrio era muy buena en comparación con
aquel mal ejemplo, pero estoy empezando a pensar que ya no somos tan
diferentes, puesto que hay una inclinación cada vez más marcada hacia una norma
más baja. Solíamos emplear la expresión “ropa de domingo” y la gente entendía
que se refería a las mejores ropas. La ropa variaba, atendiendo a las
diferentes culturas o circunstancias económicas, pero no dejaba de ser la
mejor.
Es
una afrenta para Dios el acudir a Su casa, especialmente durante Su día santo,
sin ir arreglados ni vestidos del modo más modesto y cuidado que nuestras
circunstancias nos permitan. Cuando un miembro pobre de los montes del Perú
deba vadear un río para ir a la iglesia, el Señor no se ofenderá por la mancha
de barro que lleve en su camisa blanca.
Pero,
¿cómo no le dolerá a Dios ver a alguien que, pudiendo tener toda la ropa que
necesita y más, y sin problemas para ir al centro de reuniones, aparece por la
capilla con pantalones vaqueros y una camiseta? Mi experiencia al viajar por
todo el mundo ha constatado lo paradójico de que los miembros de la Iglesia con
menos medios económicos encuentran el modo de asistir los domingos a las
reuniones cuidadosamente vestidos con ropa pulcra y elegante, la mejor ropa que
tienen, mientras que los más acaudalados aparecen con ropa informal e incluso
desaliñada.
Hay
quienes dicen que la ropa o los peinados no importan, que lo que realmente
cuenta es el interior. También yo creo que lo realmente importante es el
interior de la persona, y eso es lo que me preocupa. La vestimenta informal en
los lugares santos y en momentos sagrados es un mensaje de lo que hay en el
interior de una persona, y nos dice: “No lo capto. No entiendo la diferencia
que hay entre lo sagrado y lo profano”. En esas circunstancias, no tardan en
alejarse del Señor. No aprecian el valor de lo que tienen. Me preocupan. A no
ser que logren cierto entendimiento y capten parte de la percepción de lo
sagrado, corren el riesgo de llegar a perder todo lo que realmente importa.
Ustedes son santos de la magnífica dispensación de los últimos días; actúen
como tales.
Estos
principios también se aplican a las actividades y a los acontecimientos
sagrados en sí mismos o relacionados con aquello que merece reverencia, como
son las ordenanzas del sacerdocio: Bautismos, confirmaciones, ordenaciones,
administración de la Santa Cena del Señor, bendiciones a enfermos, etcétera. En
Doctrina y Convenios se nos dice que en las ordenanzas del sacerdocio “se
manifiesta el poder de la divinidad” (D. y C. 84:20). Alma dice que “estas
ordenanzas se conferían... para que por ese medio el pueblo esperara
anhelosamente al Hijo de Dios, ya que era un símbolo de su orden, es decir, era
su orden, y esto para esperar anhelosamente de él la remisión de sus pecados a
fin de entrar en el reposo del Señor” (Alma 13:16).
Aprecio
a los que efectúan estas ordenanzas y a los que las presencian o las reciben
cuando muestran respeto por el sacerdocio y la naturaleza sagrada de lo que
está sucediendo.
Aprecio
a los presbíteros, a los maestros y a los diáconos que visten camisa blanca y
corbata para oficiar en la administración de la Santa Cena.
Aprecio
a los hombres que visten camisa y corbata, cuando las circunstancias lo
permiten, para bendecir al enfermo. Aprecio a los que asisten a la ordenación
de un hombre a un oficio del sacerdocio y visten sus mejores ropas sin importar
el día en que se celebre dicha ordenación. Todos ellos demuestran aprecio y
respeto por Dios y por el acontecimiento que está en marcha, demostrando así su
percepción de lo sagrado.
Así
como es sagrado el momento del inicio de la vida, también lo es cuando ésta
llega a su fin. Creo que lo mismo se aplica al acto más importante de nuestra
vida: el matrimonio, concretamente, el matrimonio eterno. Por este motivo me
inquieta ver cómo la gente se torna descuidada, hasta irreverente e
irrespetuosa en palabra, en el modo de vestir y en conducta cuando participan
en los eventos relacionados con la muerte y con el matrimonio.
Algunos
servicios funerarios son motivo para la superficialidad y el humor inapropiado.
Los recuerdos personales, adecuados si se emplean con moderación, llegan a
ocupar una o dos horas mientras la Expiación, la resurrección del Señor y Su
plan de salvación reciben únicamente una pequeña mención.
De
vez en cuando la gente asiste a bodas y recepciones de boda con ropa muy
informal. Parece que les molestara asearse después del trabajo o de sus
actividades recreativas. A través de su manera de vestir dicen que el
matrimonio al que han sido invitados a honrar carece de importancia.
Recientemente
leí una nota de un hombre que instaba a sus compañeros a vestir chaqueta y
corbata cuando aparecieran juntos en un evento público destinado a honrar su
organización y sus logros. Su servicio era cívico, no religioso, y no contaba
como algo sagrado, pero ese hombre entendía el principio de que ciertas cosas
se merecen respeto y que nuestro modo de vestir forma parte de esa
manifestación. Dijo que iba a adoptar una apariencia más formal “no porque yo
sea importante, sino porque la ocasión lo es”. Sus palabras manifiestan una
verdad importante. No tiene nada que ver con nosotros. El actuar y vestirse de
modo que honremos los momentos y las situaciones sagradas tiene que ver con
Dios.
4. El lenguaje
Cambiando
de tema, el lenguaje tiene mucho que ver con la percepción de lo sagrado. Las
palabras del Señor evidencian nuestra responsabilidad de lo que decimos: “...de
toda palabra ociosa que hablen los hombres, de ella darán cuenta en el día del
juicio”(Mateo 12:36). El rey Benjamín nos advierte que cuidemos nuestros pensamientos
y nuestras palabras (véase Mosíah 4:30) y Alma declara que, si no nos
arrepentimos, cuando se nos juzgue “nuestras palabras nos condenarán, sí... no
nos hallaremos sin mancha...” (Alma 12:14).
Por
propia experiencia, ustedes saben que el mundo se está tornando más blasfemo,
más soez en el habla, pero no podemos permitirnos caer en esa rutina. El
lenguaje soez y vulgar es una ofensa a Dios, a Cristo y a Sus creaciones. Jamás
deberemos ser hallados culpables de burlarnos del Salvador como sucedió durante
Su Crucifixión.
“Y
los que pasaban le injuriaban, meneando la cabeza y diciendo: ¡Bah! tú que
derribas el templo de Dios, y en tres días lo reedificas,
“sálvate
a ti mismo, y desciende de la cruz.
“De
esta manera también los principales sacerdotes, escarneciendo, se decían unos a
otros, con los escribas: A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar.
“El
Cristo, Rey de Israel, descienda ahora de la cruz, para que veamos y creamos.
También los que estaban crucificados con él le injuriaban” (Marcos 15:29–32).
La
condenación de los hijos de perdición es que han “[crucificado al Cristo] para
sí mismos... exponiéndolo a vituperio” (D. y C. 76:35). No podemos arriesgarnos
a decir nada por el estilo ni a pronunciar Su nombre o hablar en Su nombre con
ligereza y sin respeto.
En
Doctrina y Convenios leemos esta instrucción y advertencia:
“He
aquí, soy el Alfa y la Omega, sí, Jesucristo.
“Por
tanto, cuídense todos los hombres de cómo toman mi nombre en sus labios;
“porque
he aquí, de cierto os digo, que hay muchos que están bajo esta condenación, que
toman el nombre del Señor y lo usan en vano sin tener autoridad...
“Recordad
que lo que viene de arriba es sagrado, y debe expresarse con cuidado y por
constreñimiento del Espíritu; y en esto no hay condenación, y mediante la
oración recibís el Espíritu; por tanto, si no hay esto, permanece la
condenación” (D. y C. 63:60–62, 64).
Si
bien tenemos autoridad para usar el nombre de Jesucristo, debemos hacerlo con
cuidado. Su nombre y “lo que viene de arriba es sagrado, y debe expresarse con
cuidado y por constreñimiento del Espíritu”. Recordémoslo cuando se nos llame a
hablar en la Iglesia o cuando demos testimonio.
En
estas circunstancias se espera que concluyamos “en el nombre de Jesucristo”,
dando a entender que lo que hemos dicho lo decimos en Su nombre. Debemos poner
especial cuidado en lo que decimos y en cómo lo decimos. No hay lugar para
tonterías ni estupideces. Por encima de todo, debemos buscar el Espíritu a
través de la oración para hablar bajo su influencia y evitar ser condenados.
Me
he dado cuenta de que el presidente Gordon B. Hinckley suele terminar sus
discursos diciendo “en el sagrado nombre de Jesucristo”. No estoy
sugiriendo que hagamos lo mismo; no creo que ésa sea su intención ni que sea
apropiado que lo hagamos rutinariamente. Antes bien, deseo llamar su atención
ante el hecho de que el Profeta tiene un profundo sentimiento de la
responsabilidad que conlleva el hablar en el nombre del Señor y que para él es
sagrado. Él utiliza ese nombre con reverencia, ése es el ejemplo que debemos
seguir.
5. El temor del Señor
Mi
último ejemplo podría denominarse “el temor del Señor”. Muchos pasajes de las
Escrituras nos aconsejan temer a Dios. Hoy día la palabra temor generalmente se interpreta como
“respeto”, “reverencia” o “amor”, es decir, temer a Dios equivale a amarle o
respetarlo a Él y Su ley. Habitualmente ésa suele ser la lectura correcta, pero
me pregunto si en ocasiones temor significa temor, como cuando los
profetas hablan de temer ofender a Dios al quebrantar Sus mandamientos.
Consideremos,
por ejemplo, este proverbio: “Y con el temor de Jehová los hombres se apartan
del mal” (Proverbios 16:6). Se describió a Job como un hombre perfecto y recto,
“temeroso de Dios y apartado del mal” (Job 1:1). Otro buen ejemplo de esta
actitud es José en Egipto. Cuando la esposa de Potifar intentó seducirlo, José
respondió: “¿cómo, pues, haría yo este grande mal, y pecaría contra Dios?”
(Génesis 39:9). Tenía miedo de pecar contra Dios. En la actualidad muchos
tildarían su reacción de ingenua; se reirían de su falta de mundanería, no
temiendo ellos mismos pecar contra Dios.
José
Smith fue corregido en cierta ocasión por no haber mostrado interés suficiente
en los deseos de Dios. El Señor le dijo: “...no debiste haber temido al hombre
más que a Dios. Aunque los hombres desdeñan los consejos de Dios y desprecian
sus palabras, sin embargo, tú debiste haber sido fiel” (D. y C. 3:7–8).
Sostengo
que ese temor del Señor, o lo que Pablo llama temor a Dios (véase Hebreos
12:28) debe formar parte de nuestra reverencia por Él. Debemos amarle y
reverenciarle hasta el punto de temer hacer algo que sea malo a Sus ojos,
cualesquiera que sean las opiniones o la presión de los demás. Moroni nos
instó: “...empezad, como en los días antiguos, y allegaos al Señor con todo
vuestro corazón, y labrad vuestra propia salvación con temor y temblor ante él”
(Mormón 9:27).
Por
motivo de que el mundo en general hace caso omiso de Dios, a veces es fácil
olvidarse del carácter constante de nuestra responsabilidad de conocer y hacer
Su voluntad. La mayoría no comprende, o no cree, que en un día futuro cada uno
deberá dar cuenta al Señor de la vida que haya llevado: pensamientos, palabras
y hechos. Labrar nuestra propia salvación con temor y temblor equivale a luchar
diariamente por las decisiones y las actividades cotidianas a fin de
prepararnos para ese día.
Por
el hecho de haber sido bendecidos para recibir lo que hemos recibido, podemos
avanzar espiritualmente como ningún otro pueblo, pero también corremos más
riesgos que nadie. No podemos cometer los pecados de los demás sin traer sobre
nosotros una condenación mayor, pues al pecar, lo hacemos contra una luz mayor.
No podemos jugar con las cosas sagradas que tenemos a nuestro cargo y ser
considerados igual de inocentes que los que no conocen a Dios.
Dios
está pendiente de nosotros para ver si nos mostraremos fieles, y, si tenemos la
integridad y la sensibilidad de honrar las cosas sagradas, recibiremos aún más.
Pero si no actuamos así, las bendiciones se tornarán en condenación. La actitud
correcta es la que manifiesta el Señor en Doctrina y Convenios:
“Por
consiguiente, al que ora, cuyo espíritu es contrito, yo lo acepto, si es que
obedece mis ordenanzas.
“El
que habla, cuyo espíritu es contrito, cuyo lenguaje es humilde y edifica, tal
es de Dios, si obedece mis ordenanzas.
“Y
además, el que tiemble bajo mi poder será fortalecido, y dará frutos de
alabanza y sabiduría, de acuerdo con las revelaciones y las verdades que os he
dado (D. y C. 52:15–17).
Aceptemos
la súplica paterna de Alma a Coriantón: “¡Oh hijo mío, quisiera que no negaras
más la justicia de Dios [al suponer que no hay o no debiera haber castigo para
el pecador]! No trates de excusarte en lo más mínimo a causa de tus pecados,
negando la justicia de Dios. Deja, más bien, que la justicia de Dios, y su
misericordia y su longanimidad dominen por completo tu corazón; y permite que
esto te humille hasta el polvo” (Alma 42:30).
Una advertencia
Concluyo
con una advertencia. Nuestro entendimiento crece cuando aumenta nuestra
reverencia por lo que es sagrado. Las Escrituras lo describen como una luz que
“se hace más y más resplandeciente hasta el día perfecto” (D. y C. 50:24).
También se lo describe como progresar de gracia en gracia. El Salvador mismo
progresó de ese modo hasta recibir la plenitud, y ustedes pueden seguir Sus
pasos (véase D. y C. 93:12–20).
Ahí
es a donde les conducirá la percepción de lo sagrado. No olviden nunca que,
según aumenta la santidad en ustedes y se les confía un conocimiento y un
entendimiento mayores, deben tratar estas cosas con cuidado. Antes leímos un
pasaje en el que se afirma que lo que viene de arriba es sagrado y debe
expresarse con cuidado y por el constreñimiento del Espíritu. El Señor también
mandó rotundamente que no debemos echar perlas a los cerdos ni dar lo que es
santo a los perros (véase 3 Nefi 14:6; D. y C. 41:6), dando a entender que las
cosas sagradas no deben revelarse a los que no están preparados para apreciar
su valor y que, en vez de apreciarlas, pueden llegar a atacarlas.
Sean
prudentes con lo que el Señor les dé. Es una cuestión de confianza. Por
ejemplo, ustedes no compartirían su bendición patriarcal con cualquiera.
El
presidente Boyd K. Packer aconsejó en cierta ocasión:
“He
llegado también a la convicción de que no es prudente hablar de continuo de
experiencias espirituales extraordinarias. Éstas han de guardarse con la debida
reserva, y se han de compartir sólo cuando el Espíritu nos induzca a
mencionarlas para el beneficio de otras personas.
“Constantemente
recuerdo las palabras de Alma:
“
‘A muchos les es concedido conocer los misterios de Dios; sin embargo, se les
impone un mandamiento estricto de que no han de darlos a conocer sino de
acuerdo con aquella porción de su palabra que él concede a los hijos de los
hombres, conforme a la atención y la diligencia que le rinden” (Alma 12:9).
“En
una ocasión oí al presidente [Marion G.] Romney aconsejar a los presidentes de
misión y sus esposas en Ginebra: ‘No digo todo lo que sé, nunca le he dicho a
mi esposa todo lo que sé, porque descubrí que si hablaba a la ligera de asuntos
sagrados, después el Señor no confiaría en mí’.
“Yo
creo que debemos reservarnos todas estas cosas y meditarlas en nuestro corazón,
tal como Lucas dice que María hizo con respecto a los acontecimientos divinos
que anunciaron el nacimiento de Jesús. (Véase Lucas 2:19.)” (That All
May Be Edified, 1982, pág. 337).
Todas
las cosas sagradas y santas se revelarán y se reunirán en la última y más
maravillosa dispensación. Con la Restauración del Evangelio, la Iglesia y el
sacerdocio de Jesucristo, tenemos en nuestras manos una cantidad casi
incomprensible de cosas sagradas. Casi es una bendición excesiva el haber
nacido en esta época y en lugares donde hemos recibido las enormes bendiciones
con las que soñaron los profetas de épocas pasadas y anhelaron tener. No
podemos ser negligentes ni permitir que se nos escabullan.
En
vez de caer en la despreocupación, ruego que su vida aumente en una mayor
precisión con respecto a la obediencia. Espero que piensen, sientan, se vistan
y actúen de modo que muestren reverencia y respeto por las cosas, los lugares y
los momentos sagrados.
Ruego
que la percepción de lo sagrado destile sobre sus almas como rocío del cielo.
Ruego que les permita acercarse más a Jesucristo, que murió, resucitó, vive y
es nuestro Redentor. Ruego que les santifique como Él es para que se sienten en
Su reino y no salgan ya más (véase Alma 7:25). En el nombre de Jesucristo. Amén.
Porque sucederá que lo que hablé por boca de mis profetas será cumplido; porque de las riquezas de aquellos que de entre los gentiles aceptaren mi evangelio, yo consagraré para los pobres de mi pueblo que son de la casa de Israel.Y además, no serás altivo de corazón; sean todos tus vestidos sencillos, y su belleza la belleza de la obra de tus propias manos;y háganse todas las cosas con pureza ante mí.
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